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DULCE BILIS

Hay una contradicción latente en esta serie: cuerpos pequeños que cargan emociones demasiado grandes, demasiado adultas.

Las figuras de Dulce Bilis parecen infantiles, pero sus gestos revelan una densidad emocional que desborda la escala de sus formas. Son personajes detenidos en medio de una rabia contenida, de un cansancio que no corresponde a su edad, de una tristeza que parece haber sido heredada.

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Las posturas son cerradas, replegadas, como si intentaran protegerse de algo o recordar algo que no saben nombrar. No hay rostros que expliquen su estado, solo siluetas que narran desde el lenguaje corporal. Cada una parece estar sola, pero al reunirlas, se construye un coro mudo de infancias rotas, de frustraciones compartidas.

 

El nombre de la colección no es casual: la bilis es amargura, pero también es impulso. Aquí, lo dulce y lo amargo coexisten en una misma forma. Estas esculturas dejan de lado conmover desde la ternura, sino desde la honestidad emocional. Son pequeños monumentos al enojo callado, a la tristeza precoz, a la rabia que no se grita pero pesa.

Dulce Bilis representa una infancia más cercana a lo real: esa que también conoce la pérdida, la injusticia, la impotencia.

Francisco Diego apunta a la empatía. Nos recuerda que todos, en algún momento, fuimos niños con el corazón demasiado lleno y las palabras demasiado lejos.

 

Y quizás por eso, al observarlas, no vemos solamente a un niño. Vemos algo nuestro. Una emoción que no habíamos podido explicar. Una pequeña figura que, sin decir nada, nombra por fin algo que llevaba tiempo sin tener forma.

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